Cuando me detengo en mis manos,

no hay nada más que cuestionarse,
es un completo e irrefutable presagio
que vocea la llegada de este momento.

En seguida, sin siquiera intentar evitarlo,
al no haber nada que se pueda hacer,
mi cuerpo es atraído hacia el suelo
convirtiendo mis hombros en plomo.

Y aquí es cuando empieza la odisea,
que dudo del tiempo y del espacio,
más del tiempo cuando no sé dónde estoy,
y más del espacio cuando escucho el reloj.

Mis anhelos se vuelven contra mí,
haciendo un abismo de su suspense,
tan desasosegante como el suspiro
que ni yo ni el plomo permitimos salir.

Lanzo preguntas como sogas de asidero,
las mismas que caen y retumban aviesas,
resonando en el enredo de mi interior
de pared en pared, de vacío en vacío.

Intentar ver mi rostro en el espejo
es como anclarse en un segundo cualquiera,
encarar el último instante de vida
mientras soy un héroe o uno más.

Irreconocible, pierdo la sensibilidad,
me deslindo de todas las consecuencias
sin siquiera moverme de este lugar.
Y desaparece toda respiración.

Cuando me detengo en mis manos,
es cuando reparo en mis huellas.
Todo y nada ocurre a la par.

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